Coronavirus pone en pausa sueños futbolísticos de argentinos
Nicolás Suárez camina cabizbajo el descampado de una de las barriadas pobres de Buenos Aires. Dos arcos de caño blanco oxidado atestiguan que hubo una cancha de fútbol en donde hoy sólo se ve un baldío en el que crecen malezas y se amontonan residuos.
El joven de 16 años que vive en Villa Fraga, en el norte de la capital, se formó como mediocampista en ese “potrero”, como se les llama a los campos de tierra en los que los niños argentinos aprenden a jugar al fútbol.
Suárez había sido convocado este año a un seleccionado de los mejores jugadores surgidos de las villas miserias de Argentina. Buscaba dar el salto al fútbol profesional, inspirado en el exastro Diego Maradona, los ídolos de Boca Juniors Carlos Tevez y Juan Román Riquelme, y la estrella del Manchester City Sergio Agüero.
Pero la pandemia del nuevo coronavirus truncó su plan. El fútbol se suspendió hace más de 80 días y no hay fecha para su regreso.
Para niños y jóvenes de barrios vulnerables que ven al fútbol como un salvoconducto para escapar de la pobreza extrema, el coronavirus no sólo amenaza la salud sino también su futuro.
Las villas miserias son urbanizaciones informales sobre terrenos vacantes que fueron multiplicándose en Argentina a la par de sus repetidas crisis económicas. Las familias viven hacinadas en viviendas precarias y sin servicios básicos como agua potable, condiciones ideales para la propagación del coronavirus.
Hay unas 4.400 barriadas pobres en el país, con unos cuatro millones de habitantes, según cifras oficiales.
El equipo que iba a integrar Suárez tenía previsto jugar partidos en todo el país, lo cual le hubiera servido de escaparate para llegar a clubes más importantes.
Después de meses sin entrenar, el adolescente se entretiene ahora con partidos clandestinos al atardecer en una cancha escondida entre las viviendas de ladrillo y chapa de Fraga, donde hay una treintena de casos de COVID-19 entre sus 2.700 habitantes. Varios equipos reúnen dinero que apuestan y el ganador se lo lleva.
“Los vecinos se quejan y llaman a la policía”, admite son una sonrisa cómplice el muchacho de contextura delgada, vestido con un pantalón de gimnasia, botines y una gorra azul de marca deportiva. “Algunos juegan con barbijo, otros sin. Hasta tres horas estamos jugando ahí”.
Semanas atrás, el potrero de Villa Azul, uno de los asentamientos que se levantaron en los suburbios que rodean la capital, albergó un torneo “relámpago” contra equipos de la vecina Villa Itatí, donde solía jugar Agüero en su niñez. La competencia provocó un brote del virus con más de 300 infectados.
“Me da más miedo que caigan en la adicción que el coronavirus”, dijo Iván Mora, técnico de Suárez y de otro centenar de niños pobres en el club Playón Chacarita de Fraga. “Por no hacer nada, los chicos pueden meterse en la droga o el alcohol”.
A pocas cuadras de la cancha de tierra en la cual Maradona pateó una pelota por primera vez, Jorge Rocaro da instrucciones a los voluntarios que cocinan un guiso de papa y carne en dos ollas gigantes en el club 16 de agosto de Villa Caraza, situada en un suburbio al sur de la capital.
Unos 150 niños practicaban allí “baby” fútbol, que se juega cinco contra cinco jugadores con una pelota y en una cancha de dimensiones más reducidas que el fútbol profesional. Hoy no se escuchan gritos de gol.
“Ahora nuestro club se ha convertido en sostén de alimento para que las familias lleven un plato de comida a las casas”, afirmó Rocaro, presidente de la entidad y militante del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE).
Situada al borde del Riachuelo, uno de los ríos más contaminados del mundo, Caraza está habitada por familias que sobreviven del trabajo informal como la recolección de basura para reciclar, construcción y costura, seriamente afectadas por la pandemia.
“El deporte es una salida fundamental para los pibes”, enfatizó Rocaro. “La actividad diaria de ellos era levantarse, desayunar e ir al colegio. Y a la tardecita hacer práctica de fútbol y prepararse para la competencia los fines de semana. Este año ya está medio perdido, estamos muy preocupados”.
Más de una decena de trofeos de bronce amontonados en estantes de madera dan cuenta del poderío del club en la zona.
Uriel López, 8 años, pelo corto oscuro y mirada altanera, viste una camiseta aurinegra del club con el número tres. Escondido detrás de un tapabocas con el escudo de Boca Juniors, se quejó que “en la tele hay fútbol viejo, me aburre”, en referencia a los partidos de archivo que emiten las cadenas deportivas locales.
Su compañero de equipo, Bautista Fernández reveló con timidez: “no tengo pelota, ahora juego con el teléfono”.
“Si bien la niñez no es el grupo de población más afectado en términos de salud, niñas y niños son las víctimas ocultas de la pandemia”, advirtió UNICEF Argentina en un reciente informe. “El COVID-19 no solo puede enfermarlos: también tiene efectos como el aislamiento social, el cierre físico de escuelas y la convivencia en entornos que no siempre son seguros. Todas estas situaciones afectan su educación, los expone a la violencia e impacta en su salud mental”.
La organización estimó que a fines de 2020 la pobreza infantil alcanzaría al 58,6% de las niñas, niños y adolescentes por el efecto del coronavirus en una economía que ya venía castigada.
“Los datos en los últimos cuatro años han sido bastante duros respecto al nivel de pobreza en Argentina y eso sin duda va a impactar en biotipo (características físicas) y se va a ver reflejado en el fútbol”, sentenció Luis Zubeldía, técnico de Lanús, club de la liga argentina que se nutre de niños de Caraza y otras villas de la zona. “Van a seguir saliendo jugadores de fútbol, porque para muchas familias es una vía casi directa para salvarse económicamente, pero el tema es cuántos”.
Los murales con el rostro de Carlos Tevez pintados en los monoblocks del barrio Fuerte Apache, al oeste de Buenos Aires, son un faro para muchos niños que anhelan escapar de la marginalidad y la pobreza a la que parecen estar condenados por haber nacido allí.
El humo que sale de una olla gigante apenas deja ver la cancha del club Santa Clara, donde el famoso atacante gritó sus primeros goles. De allí saltó a las divisiones infantiles de All Boys y tiempo después un caza-talentos lo llevó a Boca Juniors. El “Apache”, apodo que recibe por su lugar de origen, también triunfó en Corinthians de Brasil, Manchester United y Manchester City, y Juventus de Italia.
En la pequeña cancha se entrenaban 170 chicas y chicos hasta la pandemia. Ahora sus entrenadores cocinan alimentos para repartir entre los vecinos.
“En la calle hay un montón de peligros y cosas malas. Los chicos se refugiaban acá y ahora no lo pueden hacer”, contó su presidente Daniel López.
Antes del coronavirus, Tiago Ruíz Díaz, de 16 años, había dado el salto desde Santa Clara al club Almagro, de la segunda división del fútbol argentino. Jugar en Boca y en la selección argentina parecían sueños alcanzables. Pero “la pandemia esta arruinó todo, el entrenamiento, el estudio. Es feo estar así, encerrado en casa”, lamentó.
Aun así, la frase escrita en un mural de Tevez con la casaca albiceleste lo alienta a no bajar los brazos: “Vengo de un lugar donde decían que triunfar era imposible”.