El tener una pelota de Grandes Ligas resulta siempre emocionante
Todo empezó cuando Kimberlee MacVicar, fanática del béisbol de toda la vida, de 52 años, me contó que nunca había podido atrapar una pelota que cae en las tribunas.
“Esperé medio siglo, de modo que no tengo demasiado apuro”, me comentó en un mensaje de texto el 24 de julio, cuando se jugó el encuentro inaugural de la temporada en Oakland.
Nadie puede correr detrás de una bola de foul en esta extraña temporada sin público como consecuencia de la pandemia de COVID-19. Pero yo sí puedo hacerlo. Soy una de las pocas personas que tienen acceso al estadio en mi condición de periodista deportiva que cubre los partidos aquí. Por eso, al día siguiente, cuando le entregué a MacVicar una bola de foul que el toletero de sus Atléticos Mark Canha había pegado en la victoria de Oakland sobre los Angelinos, tuve una idea.
¿Por qué no regalar las bolas de foul que pudiera conseguir y darle alegrías a quienes no pueden ir al estadio?Los ejecutivos de los Atléticos aprobaron la idea y el personal del Coliseo empezó a darme datos acerca de dónde encontrar las preciadas pelotas.
Del otro lado de la bahía de San Francisco, el personal de los Gigantes también se mostró entusiasmado y me autorizaron a llevarme una bola o dos en el Oracle Park.Hubo días en los que en mi escritorio del estadio de Okland aparecieron misteriosamente pelotas. Otras veces me las hacían llegar durante los juegos.
Cuando voy a recogerlas yo, siempre pido ayuda. “¿Dónde cayó la bola?”, pregunto. Sin aficionados que las frenen, las pelotas pueden rodar largas distancias.
Cuando las recupero, van directo a mi camioneta. Ya conseguí más de 100. Algunas fueron para personas que conozco bien, otras a extraños, como trabajadores de la construcción y de obras viales, que siempre pueden elegir: “¿Sucia y marcada, o limpia?”.“Sucia”, dijo mi querida maestra de kindergarten Terry Eichel. Fue la primera bola de foul que tuvo en sus manos.
Una bola recorrió 8.850 kilómetros (5.500 millas) hasta llegar a manos del fanático de los Gigantes Manner Pohl, quien vive en Schwentinental, Alemania. Me la había pedido su hija Astrid Keene para regalársela en su 85to cumpleaños en agosto.“Está muy emocionado. Le dio ilusión pese a estar casi ciego”, le contó Keene. “Fue muy lindo verlo tan feliz”.
Muchas pelotas van a manos de trabajadores indispensables, como el empleado de UPS Derek Reynolds, el gentil empleado de la oficina de correos Tionne Eitz, los bomberos Mike DeWindt y Stephen Lucero, el gerente de un atienda de comestibles Paul Chai, su hermano y amigos con los que juegan al golf, y a las de perfectos extraños como Vinicio López, aficionado de los Padres que viven en la Bay Area.Una bola fue para Carlos Cruz, cocinero del Little House Café que prepara unos burritos exquisitos por la mañana. Otra para Beth Woulfe y los demás empleados de la panadería Crispian Bakery.
Cathie Caris, fanática de Atléticos y Gigantes, estaba feliz cuando se le apareció una bola en la entrada de su casa. Escribió una hermosa nota de agradecimiento, a mano.
“Sin duda me alegraste la vida una vez más con tu regalito del parque (que tanto extraño)”, dijo la feliz propietaria de zapatillas Converse clásicas, un par verde por los Atlético y otro anaranjado por los Gigantes, como no podía ser de otra manera.