Festejan a los muertos en tierra de Trump
En Fruitvale, al pie de la estación del Metro donde fue asesinado en 2009 Oscar Grant, símbolo de la lucha racial, los mexicanos asentados en la entrada a la zona industrial de la bahía siguen la tradición y colocaron, como desde hace más de 20 años, sus ofrendas a sus muertos.
La Virgen de los Dolores y las máscaras de la muerte son testigos de las ofrendas hechas con bidones de agua, ropa rota y un muro miniatura hecho con papel maché que recuerda a los migrantes que mueren en el desierto. Más allá hay otro que reclama la muerte de una familia en su camino de regreso a México, y uno más a los migrantes que murieron tras años de vivir aquí en busca de una vida digna.
Los alrededores de la estación Fruitvale del BART (metro de San Francisco) se parecen a las inmediaciones del metro Santa Anita en la Ciudad de México. El sol, que pega fuerte pero no quema, y el frío del otoño recuerdan a los paisanos que están lejos de casa.
Hay un baile. Se escucha música de banda y los jóvenes mexicano-estadounidenses bailan incluso con piruetas que dibujan las mujeres en el aire ante los gritos y porras de sus vecinos.
Los mexicanos de aquí se alistan en lo que es el pleno arranque de la semana laboral. Muchos de ellos prácticamente dejan la vida en el trabajo con horarios de siete de la mañana a seis de la tarde y con un segundo turno de siete de la noche a cuatro de la madrugada; en promedio ganan 5 mil dólares mensuales.
Pero en la víspera del Día de Muertos caminar por Fruitvale lleva a cualquier mexicano, hispano o latino a sus orígenes. A cada paso se siente cómo el aroma del copal y el incienso se funde con el cempasúchil, el pan de muerto, el aguardiente y el tequila, el pozole y los tacos.
Y ahí, donde caminan con seguridad migrantes indocumentados, residentes legales, chicanos, lo hacen igual afroamericanos, jamaicanos, güeros, bolillos —como llaman aquí a los estadounidenses más estereotipados— y europeos que visitan San Francisco.
"Trump está loco". Manuel García nació en Oakland, pero sus padres son de Michoacán. Tiene 32 años y nunca ha visitado México.
Tiene los ojos verdes y el cabello castaño claro; se siente orgulloso de vestir penacho y taparrabos con cascabeles en los tobillos.
Miembro de un grupo de danza prehispánica, muestra orgulloso que en el pecho tiene tatuada el águila real y, un poco a la derecha, a Tezcatlipoca —dios del cielo nocturno y de los jóvenes guerreros—, en tanto que en la espalda lleva a la serpiente emplumada de Quetzalcóatl y a Otontecuhtli, dios del fuego.
Mexicano de segunda generación es claro: "Ese hombre, Trump, está loco. Nuestro altar es contra el muro y mostramos que no hay fronteras. La migración viene de hace de miles de años, un ejemplo es la mariposa monarca, que va desde Canadá hasta Michoacán.
"Esta tierra es de nosotros porque nosotros ya estábamos aquí, nosotros ya estábamos aquí y nadie nos la va a quitar... ellos [Trump y sus simpatizantes] son los ilegales. Aquí tenemos la cabeza en alto", dice mientras acompaña a su hija Dulce.
Muchos caminan asombrados, recorren las calles con el rostro pintado de la huesuda o de catrín, de diablos o de ángeles.
Dulce es una niña mexicana de tercera generación, tiene 14 años, es bajita y delgada, viste un traje de danza prehispánica con una tiara en la cabeza hecha con flor de muerto. Igual las lleva en las muñecas y en los tobillos, el rostro lo ha pintado de negro, pero solamente la quijada.
"Me siento orgullosa y tengo mucho orgullo de hacer esto", dice con el poco español aprendido.