El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, logró encubrirse en una agresiva campaña de propaganda y relaciones públicas en casi 34 meses en el cargo para construirse una imagen de salvador de los salvadoreños como enemigo implacable de las pandillas criminales para rescatar la paz, sepultar la inseguridad y la violencia y enrumbar al país a una situación de tranquilidad y normalidad sin precedentes en época de posguerra.
Pero la realidad oculta tras la publicidad política de la supuesta victoria militar, policial y judicial de Bukele sobre las maras Salvatrucha (MS-13) y Barrio o Mara 18 (M-18) emergió con sorpresa del 25 al 27 de este mes con 87 homicidios, el más grave repunte de asesinatos desde que en 1992 finalizó la guerra civil, que estalló en 1980: la otra verdad es que la muerte y la violencia están latentes en el trasfondo social del país.
Con al menos 62 asesinatos, el 26 pasará a la historia como la fecha con más muertes violentas luego de que, en enero de 1992, se firmó la paz entre las guerrillas izquierdistas y el derechista gobierno de turno en un conflicto que se saldó con unas 80 mil bajas mortales.
Acorralado por la matanza con mareros que dispararon indiscriminadamente en las calles, Bukele llevó en la madrugada del pasado domingo a la Asamblea Legislativa a declarar a partir de ese mismo día en la mañana el estado de emergencia por 30 días. La Corte Suprema de Justicia apoyó al presidente.
En un desafiante mensaje en Twitter que envió anteanoche “a la comunidad internacional”, Bukele ironizó: “Tenemos 70 mil pandilleros aún en las calles. Vengan por ellos, llévenselos a sus países, sáquenlos de esta ‘persecución dictatorial y autoritaria’. Ustedes pueden ayudar a estos angelitos, no permitan que les sigamos ‘violando sus derechos’”.
Pese al convencimiento oficialista del éxito del Plan Control Territorial, iniciativa estrella del gobierno en contención criminal, surgió la alerta: las pandillas reconfirmaron su fortaleza.
“Tácitamente se está reconociendo que la situación rebasa las capacidades institucionales para contrarrestar hechos delincuenciales. Estado de excepción y toque de queda deben ser siempre el último recurso”, adujo la especialista y consultora internacional salvadoreña en derechos humanos, Celia Medrano, activista social y periodista.
“No se han agotado medidas previas y si bien no menos de 70 homicidios en 48 horas indiscutiblemente es una situación alarmante, el recurrir a una medida extrema cuestiona la capacidad estatal de controlar este nuevo repunte de violencia homicida sin tomar una medida creada para condiciones extraordinarias”, dijo Medrano a EL UNIVERSAL.
Al calificar de “alarmante” el mensaje oficialista de “cacería” que insinuaría “la anticipación de ejecuciones extrajudiciales”, planteó que “el sinsabor que queda (…) en medio de la ya tradicional publicidad gubernamental es que se busca quien pague y no quién o quiénes realmente son responsables de esta nueva ola de violencia”.
“Tan terroristas podrían calificarse a quienes premeditadamente generan terror a la población con el aumento de asesinatos y a los poderes políticos que justifiquen esta violencia o pacten con los responsables. (…) De la militarización de la seguridad pública se ha pasado a la militarización de la política”, lamentó.
Límites
Sin afectar las libertades de expresión y circulación, el estado de emergencia suspendió garantías constitucionales, autorizó al gobierno a violar telecomunicaciones y correspondencias sin tener orden judicial y limitó los derechos de asociación, reunión, defensa y detención.
El decreto dejó con manos libres a Bukele para maniobrar en un proceso que reforzó otra realidad: la imagen de autoritarismo que el Jefe de Estado, de 40 años, se forjó tras asumir el 1 de junio de 2019.
Con el control desde 2019 del Ejecutivo, Bukele amarró en mayo de 2021 el de los poderes Legislativo, Judicial y Electoral y de la Fiscalía General.
Con el mando militar y policial, Bukele instaló en la memoria política de El Salvador su imagen del 9 de febrero de 2020, cuando irrumpió a la Asamblea, la ocupó con apoyo castrense y policiaco y, sin éxito, exigió aprobar un plan gubernamental de seguridad. Ante una dividida oposición, Bukele se apoderó del timón parlamentario en los comicios de febrero de 2021.
Bukele negó en 2020 que, tras asumir en 2019, negoció con los líderes presos de las maras para darles beneficios carcelarios—prostitutas, lujos y excesos—a cambio de que redujeran los homicidios y promovieran votar por el gobernante partido Nuevas Ideas en las elecciones legislativas de 2021. El Salvador tiene unos 70 mil mareros, pero su círculo se amplía a unas 500 mil personas con familiares y otros nexos.
Al anunciar el domingo anterior que, obedientes, 67 de los 84 legisladores aprobaron las acciones pedidas por Bukele, el diputado salvadoreño Ernesto Castro, presidente de la Asamblea y estrecho aliado del gobernante, tuiteó que el régimen de excepción “permitirá” al gobierno atacar “de manera frontal a la criminalidad”.
La meta será sofocar la ola de asesinatos y violencia que el mandatario atribuyó a las temibles y sangrientas maras que nacieron en la década de 1980 en las calles de California entre migrantes irregulares salvadoreños, guatemaltecos y hondureños que, al ser repatriados por Estados Unidos en el decenio de 1990, reprodujeron el modelo criminal en sus países. Las maras tienen presencia en más de 35 estados de EU.
Datos del (estatal) Instituto de Medicina Legal de El Salvador precisaron que los homicidios subieron de 2 mil 544 en 1999 a 4 mil 382 en 2009 y al récord en época de paz de 6 mil 656 en 2015.
Las tasas de homicidios por cada 100 mil habitantes pasaron de 43.7 en 2013 a 68.3 en 2014, a 115.9 en 2015 y a 91.9 en 2016. Los números bajaron a 69.9 en 2017, mientras que, con 2 mil 398, en 2019 llegó a 36.
En 2020 hubo mil 322, al promedio de 20, y en 2021 sumó mil 147 casos y 18 por cada 100 mil personas, la tasa más baja desde el fin de la guerra.