Picaderos, el descenso a la tragedia de las drogas en México
Tristeza y cuerpos marcados, jeringas y dosis. La vida en un picadero de la fronteriza Ciudad Juárez, es un remolino de dolor y heridas abiertas, una batalla casi perdida contra las drogas.
"Yo me tiro (me inyecto) en la ingle porque ya no tengo venas. Son años consumiendo y ya se me acabaron", explica a Efe Adán, de 39 años.
Adán vive en una colonia (barrio) de la periferia de esta ciudad de 1,5 millones de habitantes, acompañado de varios miembros de su familia, incluso niños. En un cuarto de la casa, él y otros consumidores toman a diario drogas inyectadas como la heroína.
Extremadamente flaco, tiene los dientes desgastados y un absceso enorme en una de las piernas, fruto de una mala inyección.
Pero también la mente despejada y el hablar tranquilo. Él es el encargado de este picadero, al que la ONG Programa Compañeros acude semanalmente.
"Compañeros nos ayuda en muchas cosas, en cómo prevenir el sida y la tuberculosis, y ya tienen tiempo", apunta Adán, que hoy recibe de esta entidad fundada en 1986 varios equipos con jeringas nuevas.
Como encargado, Adán cuida e incluso inyecta a los demás usuarios, que durante el día y la noche pasan por el sitio para buscar, además de insumos, un lugar donde consumir alejados de los transeúntes.
A cambio, este hombre que empezó a "agarrar el vicio" de las drogas a los 13 años y es padre de cuatro hijos recibe varias monedas o unas gotas de heroína para su dosis, que completa trabajando de limpiador o pintor.
"No ando de mañoso ni haciendo tonterías, me gano la vida honradamente", cuenta.
En la casa hay hoy cuatro niñas y un niño, que corretean por el patio sin zapatos. "Me preocupa que se vayan a enterrar una jeringa o una aguja", dice María del Rosario, de 48 años y hermana de Adán.
Ella dejó de inyectarse hace 15 años, y aunque de vez en cuando consume cristal, dice estar "limpia" y preocupada por si alguna de sus hijas o nietos cae en la adicción.
"El diablo es muy grande y no duerme", advierte.
En Ciudad Juárez, el nivel de consumo sobresale frente al de otros lugares del país. En parte, expertos atribuyen al factor frontera y al narcotráfico la fácil accesibilidad a las drogas, que hacen que muchos sucumban a ellas.
Desde hace más de tres décadas, Programa Compañeros hace una encomiable labor de reducción de daños en usuarios de drogas inyectables. Atienden unos 2.000 al año, les ofrecen servicio médico y los visitan en sus zonas de consumo, de igual a igual.
"Trabajamos en unos 60 picaderos dispersos por toda la ciudad. Algunos son grupos muy reducidos y en otros espacios como en el centro, donde hay mucho trabajo sexual, hay más movimiento", resume a Efe Julián Rojas, coordinador del trabajo en campo de Compañeros y exusuario, como la mayoría de promotores de salud de la ONG.
Además de jeringas, les reparten un completo kit. En el caso de las trabajadoras sexuales, una labor a cargo de la promotora Zulema Ramírez, les atenúan los daños del consumo fumado de crack con vitamina C y una boquilla para que no se quemen los labios ni los dedos al usar la pipa, que es habitualmente una antena de automóvil.
En otro punto de esta extensa ciudad, en una casa destartalada y pequeña, Zulema y José esperan la llegada de otros usuarios.
A sus 29 años, Zulema empezó a inyectarse de adolescente "por curiosidad" y hoy sus ojos son un pozo de tristeza. Entre otras vicisitudes que le han acarreado las drogas, ha perdido a dos de sus parejas.
Ha pensando en dejar las drogas, pero la "malilla" (el síndrome de abstinencia) es demasiado fuerte: "Te da dolor de huesos, estómago, chorrillo, dolor de cabeza, vómitos, y el estado de ánimo cambia mucho".
Como mujer, también ha tenido que negarse al intercambio de droga por sexo y denuncia a Efe los problemas de seguridad que padece.
Paradójicamente, muchos son de la Policía, que a veces entra y se enfrenta a los consumidores por acumular jeringas. Ella misma recibió recientemente un duro golpe en la oreja, del que dice no haberse recuperado.
Ahora vive con José, que con 34 años consume "heroína, cocaína, pastillas y todo" lo que lo drogue, afirma este hombre, que a menudo ejerce de pintor y en ocasiones, reconoce, ha llegado a robar.
Con la mirada todavía algo perdida tras la dosis de la mañana, dice echar de menos a sus tres hijos: "A veces estoy solo y me pongo a llorar, porque por andar en mi loquera no los tengo conmigo".
Durante esta visita con Compañeros, llega uno de los primeros usuarios del día en el picadero.
Juan de Dios tiene unos 50 años, trae una cruz en el cuello y anda a duras penas ayudado de una muleta. Le falta un brazo, desde la altura del hombro, por un absceso mal atendido años atrás.
Su tragedia personal lleva a los usuarios a advertir al resto de la dureza de las drogas.
"Salir está muy canijo, y está mejor que no lo prueben. Y yo no les doy. Miren, así empecé y a lo último, miren como estoy", concluye Adán.