Uno de los 460 comedores comunitarios que se cerraron en el país por indicaciones del presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, estaba instalado en la comunidad indígena de Santa Fe de la Laguna, municipio de Quiroga.
El 8 de diciembre del año 2016, la entonces Secretaría de Desarrollo Social, junto con los representantes de ese lugar y personal militar, pusieron en marcha el comedor comunitario 16-0459 en esa localidad, ubicada a 61 kilómetros de la capital de Michoacán.
La escuela secundaria de la comunidad vio llegar a los primeros 120 beneficiarios, pero fue insuficiente el espacio. El número de personas de extrema pobreza que iban por sus alimentos rebasó los 300.
Por la demanda, a los pocos días de haber sido puesto en marcha, tuvieron que cambiar de sede, relató Verónica Figueroa Bautista, quien estaba encargada de ese comedor.
Para José Honorio Medina Gaspar, de 85 años de edad y habitante de Santa Fe de la Laguna, ese comedor comunitario fue, durante dos años, la única manera de sobrevivir para él y dos de sus hijos con discapacidad, confiesa, en su lengua originaria, el purépecha.
Con la ayuda de un traductor, el hombre de desgastadas manos y silueta cansada, platica a EL UNIVERSAL que aún está incrédulo con la noticia de que ya no volverá a sentarse a desayunar y comer en esas instalaciones.
José Honorio cuenta que hace muchos años que se quedó viudo y desde entonces tiene la responsabilidad de Lupita y Joel, dos de sus hijos de 40 y 42 años de edad, respectivamente, quienes nacieron con enfermedades mentales.
Desde niño se dedicó a la alfarería, actividad económica distintiva de esa región lacustre de la entidad; sin embargo, el cuidado de sus hijos, la muerte de su esposa y el cansancio lo alcanzaron.
Sus pasos son lentos y sus fuerzas disminuyen conforme pasa el tiempo. La vida, dice, le cobró la factura de su edad hasta dejarlo casi imposibilitado para realizar alguna actividad que le permita trabajar para mantenerse y dar de comer a su familia.
La llegada del comedor comunitario fue para el adulto mayor la única forma de sobrevivir y de ofrecer una alimentación a sus hijos. Ahora, Joel ya murió y a José Honorio solamente le queda Lupita, quien lo sigue a cada paso.
La última vez que él y su hija probaron alimentos en ese comedor comunitario fue a finales de enero pasado. La puerta metálica de ese lugar selló los cerrojos para no volverse a abrir, lamenta el hombre de cabello cano.
Desde entonces, dice, no ha vuelto a probar alimentos con regularidad, excepto algunas contadas ocasiones cuando es requerido para hacer faena en el campo y por lo cual le pagan 50 pesos la jornada, lo cual sólo le alcanza para tortillas y un poco de frijol.
Ahora vive en un cuarto al final de una vivienda en la que un familiar le permite estar; a un costado de esa habitación está un pasillo que lo conduce a un improvisado taller para elaborar piezas de barro, donde intentó volver a moldear todo tipo de artesanías.
Mientras frota el crucifijo que porta en el cuello, el señor de avanzada edad dice con nostalgia que todo ha acabado para él y que no volverá a la alfarería, profesión que le dio de comer por varias décadas.
Camina hacia el fogón de leña y muestra un par de papas dentro de una olla que se cuecen a fuego lento, así como un poco de maíz en una vasija de plástico. Ese será el único alimento para él y Lupita por varias semanas, asegura.
"Así la estoy pasando ahora y qué le vamos a hacer. Ya no nos van a volver a dar de comer y qué le hacemos. Ya no nos queda nada, pues ya no hay donde ir a comer", expresa José Honorio con una mueca de resignación.
De ese comedor comunitario, que fue calificado como modelo, ya sólo quedan algunos muebles viejos, así como una cubeta y una tina, desgastadas y sucias.
A su alrededor, embarga el recuerdo de los habitantes de esa comunidad indígena, principalmente niños y adultos mayores, que esperan algún día volver a ser beneficiarios de ese programa, dice Verónica Figueroa, encargada de ese comedor.
Ella recordó que en diciembre pasado fue la última vez que el gobierno federal mandó los suministros que les permitían preparar los alimentos.
Para no cortar la labor social, hizo rendir la despensa y recibió apoyos de los comuneros. Aun así, Verónica no pudo mantener abierto el comedor comunitario.
Durante el tiempo que duró el programa, en Michoacán se instalaron un total 500 comedores comunitarios, de los cuales, 40 cerraron antes del anuncio del gobierno federal y los otros 460, entre enero y febrero de este año.
Jordy Arres Hernández, excoordinador en Michoacán de Comedores Comunitarios, informó que en la entidad había más de 41 mil beneficiarios de ese programa, de los cuales 19 mil 539 eran mujeres y 21 mil 518 hombres, entre ellos José Honorio y sus hijos.
En ese universo de beneficiarios, 19 mil 539 eran niños de entre cero y 11 años de edad; 9 mil 659, estudiantes-adolescentes de 12 a 19 años; mujeres embarazadas o en lactancia, 825; 6 mil 164, adultos mayores de 64 años y más; 8 mil 483, personas sin empleo ni ingresos, además de 5 mil 667 voluntarios que trabajaban como cocineros.