¿Por qué nos aburrimos?
Aunque no lo creamos, es también una pregunta que se han realizado algunos investigadores. Historiadores lo sitúan el origen del término en la sociedad moderna, e incluso sugieren que el término aparece por primera vez en la novela de Dickens Casa desolada (1853).
Nuestros antepasados, hablamos en el alba de las primeras civilizaciones, no existía el aburrimiento como tal. La necesidad de sobrevivir, alimentarse y protegerse de las amenazas del exterior los mantenía "ocupados" gran parte del tiempo. Pero el antropólogo Eudald Carbonell, uno de los padres de las excavaciones del yacimiento paleontológico de Atapuerca, en Burgos, precisó en declaraciones al profesor Robert Sala en el libro Sapiens que las noches del Homo antecessor “debían de ser terriblemente largas y aburridas”, al menos hasta que se descubrió el fuego, y con él la iluminación, que les permitió alargar las horas de vigilia y dedicarse a actividades como fabricar utensilios y hablar, “lo que debió de reforzar los grupos, estimular la enseñanza y el aprendizaje”.
La antropóloga Yasmine Musharbash, estuvo tres años conviviendo con miembros de la etnia australiana warlpiri, cuyo estilo de vida aún está bastante alejado del siglo XXI. Su conclusión fue que tampoco escapaban al aburrimiento, pero, al ser un pueblo que hace muchísima vida social –raramente están solos–, en lugar de aburrirse cada uno por su cuenta, lo hacían en grupo.
Esto podría indicarnos que la sensación de aburrimiento ha existido desde el inicio de los primeros grupos humanos, lo único que había faltado era la conceptualización de ese sentir.
“Definir el aburrimiento es una tarea difícil, en parte porque no está claro por qué la gente lo experimenta”. Señala Lench en su estudio.
Son clásicos los dos tipos de aburrimiento definidos por el psicólogo alemán Martin Doehlemann: el situacional y el existencial. Este último, según el estudio de Lench y otros, ha sido ligado a problemas más serios como “la ludopatía, el abuso de drogas y alcohol, la ingesta compulsiva de alimentos, el abandono escolar, la depresión y la ansiedad”.
Por su parte, el aburrimiento situacional es el relacionado con coyunturas concretas, y autores como la profesora norteamericana Patricia Meyer Spacks, en su libro Boredom: The Literary Story of a State of Mind.
En su ensayo Andar, una filosofía, Frédéric Gros cuenta cómo Rousseau declaraba sentir hastío ante la visión de la mesa de trabajo de su gabinete, y para combatirlo daba largos paseos, durante los cuales acudían a su mente la inspiración y las mejores ideas que luego plasmaría en su obra. Kant, por su parte, jamás renunció a su paseo de las cinco de la tarde. Curiosamente, una rutina inviolable y sistemática presidió gran parte de la vida de este carismático filósofo.
Dicho ritual repetido diariamente fue concebido, según el ensayista Gros, precisamente como “un remedio para el aburrimiento. El aburrimiento es la inmovilidad del cuerpo enfrentado al vacío del pensamiento. La repetición de la marcha mata el aburrimiento, porque este ya no puede alimentarse del cansancio del cuerpo y buscar en su inercia el tenue vértigo de una espiral sin fin”.
Entonces, ¿existe gente aburrida y gente entretenida?
Lars Svendsen, profesor de la Universidad de Bergen, en Noruega, hizo una encuesta –desprovista de valor científico, según él mismo aclara– entre sus amigos, conocidos y colegas para preguntarles por su relación con el aburrimiento: la mayoría contestó “que eran incapaces de determinar si se aburrían o no”.
Aunque, señala Svendsen, “cuando esas personas someten a reconsideración ese tiempo de actividad febril, es común que este se les antoje de un vacío terrible”. Trabajo y aburrimiento tampoco son sinónimos: hay personas que se entretienen e incluso disfrutan en su actividad laboral, y otras que se aburren en su tiempo libre. No se trata de que nuestro tiempo esté más o menos ocupado, sino más bien de que sea aprovechado.
El aburrimiento es, para mucha gente, una encrucijada en la que se presentan dos alternativas: salir o hundirse en él todavía más. La clave para optar por un camino u otro estaría situada en el cerebro, y concretamente en cómo le afectan las maniobras para ahuyentar el tedio.
El neurólogo Irving Biederman, de la Universidad del Sur de California, en Los Ángeles, ha señalado como primer responsable a los opioides, los analgésicos naturales que produce nuestro cerebro y que poseen poderosos efectos estimulantes y euforizantes. Estos actuarían en nuestra mente de un modo similar al originado por ciertos tipos de droga: una nueva experiencia, una actividad que nos absorbe, causa un subidón que nos estimula y, al mismo tiempo, nos provoca para seguir abasteciéndonos con esas sensaciones.
Cuando se consigue eso, el círculo vicioso se da la vuelta y, en lugar de dejarse atrapar por una desgana que paraliza cualquier iniciativa, se buscan nuevos estímulos para no dejar de sentirse activo. Sin embargo, al mismo tiempo, como ocurre con las drogas, las sucesivas dosis no tienen el mismo efecto que la inicial. Por ello, la clave para alcanzar y mantener este estado de estimulación tiene que ver tanto con la actividad cerebral como con la variedad.